¿Pasarias la noche?

 

¿Pasarías la noche? 


Relato publicado en la revista Calíope III, especial Paranormal, 2023

En una carretera que discurre más o menos de norte a sur, hay una casa que se encuentra muy cerca de la calzada, fácil de reconocer por sus paredes pintadas de blanco. Su anodino aspecto rectangular domina también la forma de la puerta y de las ventanas y la convierte en una edificación poco destacable. Y si, además, añadimos la hilera de árboles que están al pie de la carretera, harán que pase desapercibida para la mayoría de vehículos que circulen por ella.  Sí, esos árboles que ahora se están eliminando de los bordes por el gran peligro que entrañan. Un detalle que nos da también idea de que está en un lugar algo apartado.

Sin embargo, prácticamente a la altura de la casa, casi enfrente podríamos decir, hay otra carretera que se une a la primera. Y si circulas por esta vía, llegarás desde el este hasta este cruce y entonces la verás de forma ineludible. ¡Y que visión! Aquí el encuadre es perfecto. Cuando llegas a la vía principal por esta carretera secundaria, te la encuentras justo delante. En cierta forma está allí anunciándote que has llegado al final de la tortuosa carretera, pareciéndote entonces una edificación más agradable. Aunque si llegas en un atardecer de noviembre, como me sucedió a mí, puede que también te sobrecoja.

Verás las ventanas con los portones cerrados, a una hora tardía, pero a la vez aún temprana para retirarse, induciéndote a pensar que quizás esté abandonada, o temporalmente cerrada.

Y a partir de aquí ya podrás dejar volar tu imaginación. ¿Qué sucedió para que ahora ya no esté habitada, si es que realmente no lo está?  Y si vive gente, ¿por qué se retiran tan pronto a dormir… o a realizar qué ocultas y extrañas tareas? Y ya que estamos, ¿pasarías tú la noche en este solitario y apartado lugar? Yo solo pude responder a esta última pregunta. Decidí que no, que era mejor continuar mi camino. Eso sí, después de sacar esta curiosa y a la vez inquietante instantánea.

 

Volví a leer el texto. Me gustaba el punto que había conseguido darle al final, con aquel tono ligeramente turbador. A ver cómo serán las reacciones, pensé, y le di al botón de publicar en mi Instagram. Monté en mi moto Trail, me puse el casco y los guantes, e inicié la marcha sin prisas.

En el cruce me adentré lentamente en la nueva carretera, por la derecha, sin poder evitar lanzar una última mirada a la casa blanca. Justo en ese momento apareció un coche, que frenó de golpe. Entonces caí en mi distracción: sin querer, había invadido el carril contrario. Intenté esquivarlo desplazándome hacia un lado, pero el vehículo había iniciado el mismo giro para evitarme. El impacto me lanzó, volando, contra uno de aquellos malditos árboles costaneros.

 

Me desperté al cabo de un rato. Poco a poco, empecé a levantarme, e inspeccioné mi cuerpo. No me había hecho nada. Lo más probable era que más tarde empezara a sentir algunas molestias o me saliera algún moratón.

¡La moto! Tenía la horquilla delantera doblada. Me invadió un sentimiento de impotencia. ¡Aun la estaba pagando! Entonces pensé en el coche. Se me había gravado la expresión de sorpresa de la chica que iba al volante. No recordaba que hubiera nadie más en el vehículo. Me acerqué y vi que la puerta del conductor estaba abierta y el airbag se había disparado, sin embargo, dentro no había nadie. Entonces reparé en el pequeño reguero de sangre que cruzaba la carretera en dirección a… la entrada de la casa.  ¿Habría podido ir a buscar ayuda por su propio pie o la abrían socorrido al oír el accidente?

Al llegar a la puerta vi que estaba abierta. Al entrar, distinguí la mesa del comedor, a la luz de una lámpara colgada en el techo. Había dos platos a medio terminar. Aquello respondida a otra de mis preguntas: la casa estaba, sin duda, habitada.

Oí voces en el piso superior, pero no podía distinguir qué decían. Subí por la escalera de madera, con cuidado de no pisar las gotas de sangre. Qué curioso, a pesar del aspecto gastado de los peldaños, no emitían ningún crujido con el peso de mi cuerpo. Era una madera de muy buena calidad.

Llegué hasta la puerta de donde provenían las voces, que también estaba abierta. La escena me conmovió. Una pareja de ancianos estaba intentando curar las heridas de la muchacha, que estaba tumbada en una de las camas. Quedaba resuelta así otra de mis preguntas: allí no se hacían extrañas y ocultas tareas. Se trataba simplemente del hogar de un matrimonio ya mayor, que se retiraba temprano.

 Todavía no habían reparado en mí presencia, así que dije un tímido hola; tampoco era cuestión de asustarles. No me oyeron. Entonces fui consciente de que aún llevaba puesto el casco. Intenté quitármelo, pero no acertaba a dar con la cinta que liberaba el cierre. Me gire hacia la cómoda, encima de la cual había un espejo donde podría ver mejor lo que hacía con las manos…, pero en el espejo no se veía mi reflejo.

 

De aquello ya han pasado más tres años. La chica se curó de las heridas físicas, pero no de las emocionales. Cada año, un día de noviembre, se acerca al lugar a dejar unas flores al borde de la carretera, donde, por fin, ya han retirado los árboles. El matrimonio mayor se fue a vivir a la ciudad con uno de sus hijos. La casa, ahora sí, está ya deshabitada. Aunque no del todo. Desde aquel día, paso no solo las noches allí, sino también los días, esperando..., no sé muy bien el qué. Algo.

 

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