¡Juanita no, Juana!

 

Juanita no, ¡Juana! 

Relato publicado en la antologia Juana, de Autor Autopublicado, 2023

Entró en casa cargada con la compra y, después de dejar las bolsas en la mesita del recibidor, se adentró en el pasillo, llamándola:

—¡Zoe! ¿Estás ahí?

Fue directamente a la cocina y la encontró concentrada, manipulando un circuito impreso. Se relajó. Iba dispuesta a reñirla, harta de que nunca la ayudara, pero se la quedó mirando, embelesada. Al fin y al cabo, no se podía quejar, la dura separación con Robert, justo en plena adolescencia de Zoe, no parecía haber afectado demasiado a la joven; era estudiosa y aplicada y este curso había obtenido el graduado en la universidad, a sus veintidós años recién cumplidos. Notó como se le erizaba el vello del cuerpo, como cuando escuchas una canción que te llega al alma. Se sentía muy orgullosa de su hija.

—Zoe.

—¡Eh!... ¡Ah! —se sorprendió al ver a su madre—. No te he oído llegar.

—Ya, como siempre. ¿Estás todavía con el proyecto para el concurso?

—Sí, pero no me da tiempo a terminarlo —se quejó—. Solo faltan dos días y aún no he conseguido que escanee todos los códigos y que detecte la información más relevante de los productos. Es mucho más complicado de lo que pensaba.

Se acercó para observar mejor la obra de su hija, abrió el prototipo de despensa que esta había construido y le echó una ojeada.

—Acuérdate de dejar todo esto en su sitio, esta noche. Sobre todo, lo que va en la nevera.

—Por favor, mamá, no seas pesada, me desconcentras. Yo intentando salvar al mundo del hambre y tu preocupada por la nevera —se quejó Zoe dejando el circuito sobre la mesa—. Bueno, da igual, no podré resolver esto en tan poco tiempo, creo que lo dejo.

Juana vio que tenía que ayudarla y deseó acertar con el tono.

—¿Por qué no me lo explicas? Quizás pueda echarte una mano.

—Vamos, mamá —suspiró—, ¿cómo puedes ayudarme si no tienes ni idea de ingeniería electrónica? Déjalo, lo tuyo son las leyes, nada que ver con esto.

—Ya sabes —dijo Juana sonriendo—, a veces compartir y explicar los problemas ayuda a ver las cosas desde otra perspectiva.

—Bueno, vale —dijo Zoe en tono condescendiente—, pero procura no interrumpir demasiado.

La joven le explicó que era prácticamente imposible extraer toda la información relevante que había en la etiqueta de un producto. El obstáculo principal era que los códigos no habían sido diseñados para ser detectados con facilidad, sino que había que orientarlos hacia el escáner para leerlos, y para que el invento resultara útil debía poder leerlos todos y sin necesidad de cambiar su posición. Tenía que suponer el mínimo esfuerzo por parte del consumidor o no se usaría. Ya existían otras aplicaciones que controlaban la caducidad de los alimentos, pero casi nadie las usaba, pues requerían introducir pacientemente en la app los productos comprados.

Se quedó pensativa unos momentos y entonces se le ocurrió una posible solución, pero debía ser cauta, tenía que dejar que Zoe sacara sus propias conclusiones.

—Bueno, ya sabes lo que dice el refrán. Si la montaña no va a Mahoma…

—¿Qué quieres decir? Hacer al revés…, ¿qué? No te sigo. Tengo que poder leer todos los códigos por narices, es la única opción.

—¿Y si en lugar de hacer un escáner que lea todos los códigos, diseñas un código que tu escáner sea capaz de leer y que contenga toda la información del producto?

Zoe se quedó perpleja mirándola.

—Anda, ¡mi madre!

—Esa soy yo —sonrió.

—Tienes razón. Y eso sería pan comido, en un día me basta para hacerlo.

Se acercó a su madre y le dio un beso en la mejilla mientras la abrazaba.

—Qué grande eres mamá.

—Sí, sí, ahora soy grande y hace un momento era una pesada —se hizo la ofendida.

—Lo siento, mamá, eres la mejor —dijo orgullosa—. Además, si gano el concurso, con el dinero del premio podría continuar trabajando en la idea original y seguro que en unos pocos meses podría resolverlo.

«Al menos he conseguido que no abandone», pensó.

 

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Repasó con la mirada la flamante sala de reuniones del rector de la universidad, moderna y espaciosa, liderada por una imponente pantalla plana. A su lado, Zoe ojeaba, nerviosa, el documento que había firmado al recibir el premio. Iba a hacerle un comentario cuando entró el rector.

—Zoe, señora Gutiérrez… —Les estrechó la mano—. Veo que no ha adoptado, usted, el apellido de su marido.

—Lo acepté hasta que me separé. —No le gustó nada el comentario del rector.

—Y bien, ¿cuál es el problema? —dijo el hombre sentándose a la cabecera de la gran mesa de reuniones.

—Mi madre, que es abogada…

—Sí, lo sé, me he informado. Sé que trabaja, usted, en una importante firma del país —le interrumpió el rector dirigiéndose a ella en tono halagador, pero Juana ni se inmutó.

—La verdad —comentó Zoe—, es que cuando ayer me comentó, usted, al final de la reunión, que difícilmente podrían conseguir los permisos para aprobar el nuevo etiquetado, me quedé hecha polvo.

—Es cierto, Zoe, conseguir que se apruebe un nuevo sistema de etiquetado no es un proceso fácil, llevará mucho tiempo, pero he hablado con los prestigiosos patrocinadores de nuestro concurso…

—Sin embargo —le interrumpió Juana—, en la cláusula quince hay un acuerdo de confidencialidad y en la dieciséis de exclusividad, según las cuales mi hija no puede llevar a cabo este proceso sin la universidad. Eso le deja las manos atadas, ¿no le parece? Da la sensación de que ustedes y sus patrocinadores no deseen que esta innovación vea la luz.

—Oh, nada más lejos de la verdad, créame, es solo una cuestión de oportunidad política, se lo aseguro. Hay que esperar el momento idóneo para conseguir la aprobación del…

—En la cláusula veinticinco —le volvió a interrumpir—, se establece que el acuerdo queda sin efecto si cualquiera de las dos partes lo quiere dar por finalizado.

El rector la miró fijamente.

—Sra. Gutiérrez…, ¿el apellido es de ascendencia mexicana?

—Española, pero… ¿es eso importante?

—No, no, era simple curiosidad. —Se removió en su sillón. Era obvio que no estaba acostumbrado a que le llevaran la contraria—. Usted es abogada y sabe que el acuerdo va ligado al premio en metálico. Lo pone claramente en las primeras cláusulas. Romper el acuerdo supone devolver los veinte mil dólares.

—Sí, eso me ha comentado mi hija y por eso estamos hoy aquí. —Juana se inclinó un poco hacia adelante—. Usted sabe que esas cláusulas son ilegales. Esas condiciones no figuraban en las bases del concurso.

—No digo que no pueda, usted, tener razón, Juana.

—Señora Gutiérrez, para usted.

—Perdón, señora Gutiérrez —el hombre estaba ya visiblemente incómodo—, usted sabe que entrar a dirimir esta cuestión supondría un proceso tan largo, que seguramente conseguiríamos las autorizaciones para el uso del nuevo etiquetado antes de que el asunto se resolviera en los tribunales.

—De acuerdo, pues devolvemos el premio y ya está.

Zoe miró sorprendida a su madre.

—Pero, ¡qué dices mamá! No pienso devolver ni un centavo. Además, me da igual el acuerdo, con el premio tengo recursos suficientes para mejorar el sistema y hacer que lea la codificación estándar.

Se encaró seriamente con su hija, pero sin perder de vista al rector, que mostró un gesto de sorpresa que apenas duró unos momentos.

—Este hombre te está coaccionando —le dio una ligera patada por debajo de la mesa—, pero si eso es lo que quieres…

—Bueno, por nuestra parte no habría problema en aceptar la devolución. —Se levantó el rector—. Esperen aquí un momento que voy a buscar un modelo de instancia para formalizar la renuncia. —El rector salió de la sala apresuradamente. En cuanto cerró la puerta, Zoe exclamó:

—¿A qué venía lo de la patadita?

—Vámonos, ¡rápido!

—Pero…

—Confía en tu madre. No me gusta nada el cambio de actitud de este hombre. —Se levantó, apremiando a su hija para que la siguiera. Ya en el coche empezó a explicarse—: Mira, hija, ese rector no parece muy dispuesto a que tu innovación se aplique. Si algo aprendí viviendo con tu padre es a estar alerta; quince años de matrimonio con un agente federal te agudizan la intuición.

—Vaya —sonrió Zoe—, ahora va a resultar que aprendiste cosas útiles de papá. Y yo que pensaba que no podías ni verlo.

—No es eso, ya lo sabes. Tras lo del incendio era demasiado arriesgado vivir con él.

—Pero papá no podía saberlo.

—¿El qué?

—Joder, mamá…, ¡que iban tras su familia!

—Ah, sí… Mira, ya lo hemos hablado muchas veces —se justificó—, y él estaba de acuerdo. Las cosas ya no iban demasiado bien entre nosotros. Además, yo tenía que protegerte.

—¡Oh, es por eso que te cambiaste el apellido por el de soltera! Qué tonta soy, siempre pensé…

—Bueno, también porque quería recuperar mi identidad, es cierto. A ti no te lo cambié, me limité a…

—Sí, mamá —la interrumpió—, ya conozco la historia: buscaste la ciudad del país que tenía más Meighan de residentes y aquí estamos.

—Supongo que me repito. Pero ya sabes, a veces…

— …la mejor manera de esconder algo es ponerlo a la vista —continuó Zoe la frase y las dos rompieron a reír.

 

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En el portal del edificio se cruzó con un empleado de la compañía de alarmas. A Juana le llamó la atención porque el hombre apenas la saludó y le pareció que rehuía su mirada. Al entrar en casa fue directamente a la cocina, donde Zoe seguía trasteando y haciendo pruebas con su prototipo.

—Hola, mamá. Mira lo que me he comprado. Es mi primera inversión con el dinero del premio. El nuevo iPhone que incorpora la innovadora tecnología tridimensional que Apple acaba de lanzar.

—Ah, ¿y eso para qué sirve?

—Con esta tecnología no tendré problemas para leer con suma facilidad toda la información de los productos en cualquier posición.

—¡Oh, eso es fantástico! Por cierto —cambió de tema—, al entrar en el portal he visto a un operario de la compañía de alarmas. ¿Ha pasado por aquí?

—Sí, se ha marchado justo antes de que tú llegaras. Dijo que estaban haciendo una revisión rutinaria en todos los pisos. Nada, ha estado unos diez minutos trasteando con la central y el teclado de la entrada, y ha dicho: «¡Todo en orden!», y se ha ido.

Aquello le pareció un poco extraño. Ellos estaban en un cuarto piso de un edificio de seis plantas. Tenía que llamar a Robert, pero no quería alarmar a su hija. Salió de la cocina buscando en su bolso… ¡Mierda!

—Hablando de móviles, me he dejado el mío en el coche. Salgo un momento a buscarlo, cariño. —Pero Zoe ya estaba de nuevo concentrada en sus pruebas. Suspiró y se apresuró a salir.

—¿Te apetece un poco de comida japo para cenar, mamá? —La oyó decir al abrir la puerta del piso, pero la ignoró. No había tiempo que perder, empezaba a estar preocupada. Tras recoger el móvil del coche, se paró en una esquina y llamó a Robert.

—¡Juanita! La verdad, no me esperaba una llamada tuya al móvil del trabajo. ¿Qué sucede?

—¡No me llames Juanita! Sabes que no me gusta. —Con un tono más pausado, aunque no exento de inquietud, le contó la entrevista con el rector.

—Bueno, tampoco lo veo tan extraño —intentó tranquilizarla—. Seguramente tiene razón con lo de los permisos.

—Pero ¿por qué se fue a buscar esa instancia? ¿Por qué no pidió que se la trajeran?

—Sí, es como si hubiera salido a consultar con alguien, quizás por teléfono.

—Daba la impresión de que el hecho de que Zoe pudiera continuar con su idea original le preocupara aún más que el conseguir o no los permisos.

—¿Y eso es todo, Juana? Venga, dime qué más te preocupa.

—Un técnico del sistema de alarmas ha pasado por casa hace unos quince minutos. En teoría era una revisión rutinaria en todo el edificio, pero después no ha continuado la inspección en los pisos superiores.

—¿Qué aspecto tenía?

—No sabría decirte…, llevaba una gorra y me fijé que tenía las cejas muy pobladas. —Se hizo un silencio incómodo—. ¿Robert? ¿Estás ahí?

—Sí, sí… Estoy pensando en ello.  

—Nos están espiando, ¿verdad? Han instalado algo para espiarnos con las cámaras del sistema de alarma.

—Podría ser, pero un profesional hubiera pasado por los otros pisos para no levantar sospechas entre los vecinos. Ya sabes, la gente comenta.

—¿Quieres decir que era un aficionado?

—¡Dios! Un profesional solo hubiera actuado así, si no le preocuparan las sospechas posteriores. ¿Estás en casa?

—No, he salido un momento, porque me…

—¡Cuelga y llama a Zoe que salga de casa volando! —la interrumpió.

—Pero ¿qué…?

—Cojo el primer vuelo y salgo para allí. Haz lo que te digo. ¡Corre! —gritó Robert antes de colgar.

Tras quedarse aturdida unos segundos, reaccionó y llamó al móvil de Zoe, pero como siempre, no contestó. Le sudaban las manos y le costaba respirar. ¡Zoe estaba en peligro! Lo probó con el fijo de casa. Tras escuchar los primeros tonos de llamada se oyó una fuerte explosión y la conexión se cortó. Se quedó paralizada. «La llamada… he activado una bomba con la llamada», pensó. «Juana, céntrate, puede que no tenga nada que ver», pero aquella idea se apoderó de su mente. ¿Por qué si no se había cortado la llamada? Se sentó en el suelo tambaleándose. «Esto no puede estar pasando. ¿He matado a mi hija? ¡He matado a mi hija!». Empezó a llorar compulsivamente. Un hombre se acercó y le preguntó si se encontraba bien. Lo miró con visión borrosa, notó una sensación de frío por todo el cuerpo y se desmayó.

 

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Se despertó poco a poco. Abrió los ojos y vio a Robert que le sonreía desde el pie de la cama, pero… ¿dónde estaba? ¿Y qué hacía Robert allí? Los recuerdos de lo sucedido irrumpieron sin avisar y gritó: ¡Zoe! ¿Qué le ha pasado a Zoe?

—Estoy aquí, mamá. —La joven se aproximó desde el fondo de la habitación.

—¡Gracias a Dios, estás viva! Ven aquí. —Zoe se acercó a la cama y se inclinó para que su madre la abrazara—. ¿Dónde estoy? ¿En un hospital?

—En realidad no, estamos en una unidad especial de salud del FBI —aclaró Robert.

Zoe le explicó a su madre que había salido de casa a comprar comida japonesa, cuando oyó la explosión. Robert le contó a su vez que el falso operario había colocado una bomba en la central de alarmas y había modificado la señal del teléfono fijo para que funcionara de detonador.

—Hoy en día casi nadie llama al fijo, pero el tipo no contaba con que justo después salierais las dos. Seguramente estaba fuera, esperando a que volvierais a casa para llamar él. Tú le estropeaste el plan con tu llamada.

—¿Quiénes son, Robert? ¿Por qué nos quieren matar?

—Aún no lo sabemos, pero hemos activado el programa de protección para estos casos y os trasladarán a un lugar seguro hasta que la investigación termine.

—Voy a dejar mi proyecto, mamá, esto se ha vuelto muy peligroso y… y no podría soportar que te pasara algo por mi culpa.

Se los quedó mirando, conmovida, pero se sobrepuso y los miró seriamente.

—¡Nada de dejarlo! —exclamó—. Lo que necesitamos es coraje y determinación. Bueno —sonrió—, la protección del FBI sí que nos viene muy bien, pero sobre todo para que puedas terminar tu proyecto. No quiero ni oír hablar de que vas a dejarlo. Ahora más que nunca tienes la certeza de que el proyecto puede ser muy útil. Es por eso por lo que te temen.

—¿A quiénes te refieres? —preguntó Robert.

—¡Y yo qué sé! A las empresas productoras de alimentos, a los magnates poderosos, o a los que sea que les moleste que esta buena idea prospere.

Se quedaron los tres en silencio. Finalmente, Robert asintió.

—Bien, pues que así sea —dijo Robert—, pero para alejar el peligro no solo hay que contar con nuestro trabajo de investigación. Convendría que tu innovación, Zoe, pueda ver la luz lo antes posible. Solo así desaparecerá del todo la amenaza, pues ya no tendrá sentido detener nada.

—Voy a poner los cinco sentidos en esto, papá, créeme.

—Iría bien la ayuda de algún patrocinador importante que no provenga del ámbito alimentario, que se sienta más atraído por la innovación tecnológica que lo hace posible, que por su utilidad en sí —continuó Robert.

La joven sacó su móvil nuevo del bolsillo y se lo mostró a su padre.

—Voy a necesitar menos tiempo del que pensaba gracias a la nueva tecnología tridimensional de Apple. Podríamos contactar con ellos, pero yo no conozco a nadie.

A Juana se le iluminaron los ojos.

—Hace unos meses un ejecutivo de Apple se puso en contacto con nuestro gabinete. Querían una segunda opinión en relación con un posible conflicto legal en uno de sus desarrollos. Era un hombre muy apuesto. —Miró de reojo a Robert—. ¿Cómo se llamaba…? Wright…, Jonathan Wright, sí, eso es.

—De acuerdo. Miro de que alguien se ponga en contacto con él. En cuanto a la investigación por lo ocurrido, tendré que mantenerme al margen por vinculación personal, pero procuraré estar muy cerca para ver cómo va el proyecto.

 

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Juana dejó el coche en el parking y se dirigió al apartamento pensando en el acuerdo con Apple. Jonathan tuvo que aceptar que Zoe no entrara en la empresa, pues ella no quería sentirse atrapada en ninguna compañía, y finalmente aprobó las condiciones de la joven: un cincuenta por ciento de los beneficios en las descargas de la aplicación. Abrió la puerta del apartamento y entró en el pequeño recibidor.

—¿Zoe? ¡Por fin lo tenemos! —Pero su hija no contestó. Abrió la puerta que daba a la moderna sala que integraba, en forma de ele, comedor y cocina en un solo espacio, y se encontró con la mesa de la cocina en completo desorden—. ¿Pero qué…? Si estás cocinando no lo dejes todo de cualquier manera, ¡por Dios! Que ya no eres una adolescente —dijo girándose.

Se estremeció. Maletín y bolso se le cayeron al suelo. Zoe estaba sentada en el sofá del comedor. Tenía un ojo morado y el labio inferior partido. Junto a ella un hombre la apuntaba con una pistola. Era el falso operario de alarmas; la misma mirada y aquellas cejas tan pobladas.

—¿Qué le ha hecho a mi hija?

—La muchacha intentó resistirse, pero no creo que lo vuelva a intentar —dijo el hombre esbozando una maliciosa sonrisa—. La estábamos esperando. Venga y siéntese aquí en el sillón, señora Gutiérrez —le indico moviendo la pistola.

Justo en ese momento el móvil de Juana empezó a sonar. El hombre recogió el bolso del suelo y vació su contenido encima de la mesa, para coger el móvil. Le mostró la pantalla a Juana, donde se veía una foto de Robert y su nombre.

—Robert Meighan…, reconozco a este tipo, era el que dirigía el equipo del FBI que fue a su piso después de la explosión.

—Es mi ex.

—Ah, sí, está usted separada.

—Seguramente me llama para ver cómo fue la reunión con Apple.

El teléfono dejó de sonar. El hombre aceptó sus explicaciones y empezó a darle instrucciones: si volvía a llamar, tenía que poner el altavoz, hablar con naturalidad y, sobre todo, disuadirlo de venir al apartamento si esa era su intención. Tal como el tipo esperaba, el móvil volvió a sonar. Ella descolgó y conectó el altavoz.

—Hola, Bob.

—Hola, Juanita —dijo Robert con naturalidad—. ¿Cómo ha ido la reunión?

«¿Se habrá dado cuenta? Nunca le he llamado Bob. Él me ha dicho Juanita. Ojalá sea por eso».

—Muy bien, por fin hemos llegado a un acuerdo. Ya está firmado.

—Eso hay que celebrarlo, Juanita. Ahora mismo voy para allí.

—Déjalo, Bob, ni te imaginas lo cansada que estoy, han sido muchas horas de negociación y estoy que me caigo. Lo dejamos para mañana, ¿vale?

—Vale, como quieras, descansa. Mañana os paso a buscar sobre las siete de la tarde para ir a cenar.

—Gracias, Bob, hasta mañana.

—Hasta mañana, Juanita.

—Lo ha hecho usted muy bien, señora Gutiérrez —extendió la mano para que le devolviera el móvil y después se encogió de hombros—, pero lo siento, tengo que terminar mi trabajo. 

—Usted no siente nada. —Juana pensaba en cómo ganar tiempo para que llegara Robert. Intentó ponerse en la mente del sicario. Si ella le hacía muchas preguntas de golpe, seguramente sospecharía. Tenía que verla hundida, sin ninguna esperanza. Decidió esperar un poco.

—Es cierto, es solo una forma de hablar. Tranquilas, será rápido e indoloro. —Se acercó.

Juana miró a su hija y vio como las lágrimas le resbalaban por el rostro. Ella empezó a llorar también mientras intentaba apurar todo el tiempo que podía.

—Bueno, terminemos con esto —dijo el hombre sacando del bolsillo un silenciador que empezó a enroscar en el cañón de la pistola.

—¿Cómo nos ha encontrado? —preguntó Juana, con voz entrecortada por el llanto.

—Es curioso. Todos hacéis lo mismo, ¿sabes? —la tuteó—. Justo en el último momento intentáis alargar la vida unos minutos, como esperando un milagro. Supongo que es algo instintivo —sonrió maliciosamente.

«Venga, Robert, ¿dónde demonios estás?».

—No ha sido fácil, creedme. El FBI os ha ocultado bien. —Miró a Zoe—. Por suerte para mí, tú tienes dos costumbres que me han resultado muy útiles. ¿No se te ocurre cuáles? —Cogió una silla para sentarse.

El sicario se tomó su tiempo para explicar que la chica era seguramente la única clienta de supermercado que compraba los alimentos en función del tipo de etiqueta que llevaban y no de lo que contenían. Eso se traducía en tiques de compra muy llamativos, tanto por el coste como por la extraña relación que había entre los productos. Nadie reparaba demasiado en los empleados de los supermercados, que, curiosamente, en los foros internos de estas empresas, se dedicaban a contar numerosas anécdotas sobre los clientes, para hacer algo más divertido su trabajo.

—Lo siento, mamá —miró desconsoladamente a su madre—, ni se me ocurrió pensar que mi forma de comprar podría llamar la atención.

—No te culpes. Este malnacido es un asesino profesional. Estos tipos siempre encuentran un punto débil en sus víctimas.

El sicario soltó una sonora carcajada.

—Esto también suele ocurrir; cuando veis que el milagro no se va a producir, llegan los insultos. —Se quedó pensativo acariciándose la barbilla—. Bueno, los hay que rompen a suplicar como niñitos que se han portado mal. Por suerte no sois de esos.

—Has dicho dos costumbres. ¿Cuál es la segunda? —preguntó Juana, remarcando adrede el tono enojado.

—A tu hija le gusta demasiado la comida japonesa. La estuve observando cuando salió del piso a comprarla. Esa afición suya me ha sido ahora de gran ayuda para rastrear… —se calló al escuchar ruido en la puerta principal. Alguien estaba abriendo.

—¿Quién más tiene llave del apartamento, aparte de tu ex?

—Mi novio —mintió Juana sin inmutarse.

—¿Tu novio? Ya veremos… —dudó—. A ver si va a resultar que eres más lista de lo que pareces. Rápido, venid aquí conmigo y poneos en este lado. —Hizo gestos apremiantes con la pistola. 

Cuando las hizo colocar en la cocina, detrás de él, Juana repasó el desorden: una sartén, una ensaladera, cáscaras de huevo, una patata troceada…, pero no vio ningún cuchillo. «Este cabrón los ha retirado».

—Si de verdad es tu novio, mala suerte para él llegar en este momento. —El tipo miraba de reojo hacia la puerta que conectaba con el recibidor, sujetando alerta la pistola con la mano, parapetado en el borde de la pared de la cocina.

—¿Juana? ¿Zoe?

Juana reconoció la voz de Robert. La puerta que daba acceso a la sala se abrió bruscamente, pero nadie entró. La silueta de Robert, armado y con chaleco antibalas, se asomó con rapidez y desapareció. El sicario disparó y dio en el marco de la puerta.

En el mismo instante que el sicario disparaba, Juana cogió la sartén y dio un paso hacia el hombre, iniciando un rápido movimiento circular con todas sus fuerzas con el brazo extendido. Cuando la sartén estaba a punto de golpearlo, este se giró con rapidez y disparó, pero no pudo evitar el fuerte golpe en la cabeza, que resonó con prolongada reverberación. La pistola se le cayó de la mano y se desplomó inconsciente al suelo.

—¡Menudo sartenazo! —exclamó Robert al entrar, y se agachó para poner las esposas al tipo—. Has estado rápida. ¿Cómo se te ha ocurrido?

—Tú siempre decías que la mayoría de los delincuentes subestiman la capacidad de reacción de sus víctimas, porque casi nunca se revuelven cuando pueden hacerlo —dijo Juana sin dudar, excitada aún por la sobrecarga de adrenalina.

—Así es —se levantó—, pero este no es un delincuente común. Te has librado por los pelos. —Pasó un dedo por el agujero de la manga de la blusa de Juana.

—¡Oh! —se sorprendió ella. Pero Robert estaba ya abrazando a Zoe y estudiando los daños de su rostro.

 

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—Hola, Juana, normalmente después de llamar a la puerta hay que esperar a oír un «pase», pero bueno… ¿Ya empieza la entrevista?

—Es que estoy algo nerviosa. Empieza en dos minutos.

Robert encendió la pantalla de la pared y buscó la emisión. Después de un anuncio, continuó el programa de entrevistas.

—Hola de nuevo —dijo la presentadora—. Ahora damos paso a nuestra sección de tecnología. Tenemos aquí a Zoe Meighan, una joven de veintidós años, recién graduada en ingeniería electrónica, y a su lado a Jonathan Wright, Marketing Manager de Apple, que nos van a hablar del inminente lanzamiento de un nuevo producto relacionado con el consumo de los alimentos. Tras los habituales saludos a los entrevistados, empezó con las preguntas—: Y bien, Sr. Wright, ¿en qué consiste esta innovación?

—Básicamente, se trata de un sistema que nos recuerda cuando los alimentos que hemos comprado están a punto de caducar. Se calcula que aproximadamente un treinta por ciento de lo que se compra se tira a la basura. Imagine por un momento que se pudiera reducir o incluso eliminar el impacto de ese porcentaje en la flora y la fauna, en el clima y, sobre todo, en la economía familiar.

—Pero ya existen aplicaciones para móviles que hacen esto. ¿En qué se diferencia su producto de ellas?

El Sr. Wright hizo un gesto a Zoe para que contestara.

—Bueno, en la acción del consumidor, pues… en estas apps

—Está muy nerviosa —comentó Robert.

—Es su primera aparición en público. Dale tiempo…

En fin, estas apps requieren que constantemente demos de alta en el sistema los productos que compramos. O sea, que al final son pocas las personas que lo hacen.

—El uso de esas aplicaciones se reduce a las personas verdaderamente comprometidas con la causa —le ayudó Jonathan.

Exacto. En cambio, con mi sis…, perdón, con nuestro sistema, el consumidor no tiene que hacer nada especial. La novedad consiste en que el escáner de la app lee de forma automática las etiquetas y de los códigos del producto conforme estos se introducen, por ejemplo, en la despensa o en la nevera…

El programa duró unos quince minutos más. Cuando el presentador se despedía de los dos invitados, Robert cogió el mando y apagó la pantalla.

—Bueno, por fin todo ha terminado.

—¿Seguro? Aún no habéis cogido a los responsables.

—Es cuestión de tiempo. El matón que noqueaste con la sartén aún no ha soltado prenda, como buen profesional que es, así que todavía estamos analizando los datos —dijo mostrándole una hoja—. Todo apunta a esta multinacional, patrocinadora del concurso, pero resulta extraño, porque esta corporación es muy escrupulosa con todo lo que hace, y tienen unas cuentas muy saneadas. Y me acaban de comunicar que va a crecer aún más con la compra de una empresa del sector alimentario. No veo cómo la aplicación de Zoe pueda perjudicarles.

—Mmm… ¿Y cuál es esa empresa?

—Espera un momento —dijo Robert rebuscando en su mesa—. Aquí está. ¿Te suena de algo? Yo es que no voy mucho por los supermercados, ya me conoces.

—¡Oh, Robert, es esta la responsable, seguro!

—¿Cómo lo sabes?

—La idea de Zoe surgió precisamente por la cantidad de veces que se nos caducaban los productos de esta empresa, con sus dichosas promociones de dos por tres. Zoe reparó en que esas ofertas siempre aparecían con muy poco margen en la fecha de caducidad. Está claro que para esta gente lo importante es que se compre, independientemente de que se consuma o no.

Robert se quedó pensativo unos momentos y exclamó:

—¡Claro, ya lo tengo! Los dueños de esta empresa debían temer que se cancelara la compra por parte de la multinacional al hacerse pública la nueva aplicación, que es probablemente lo que va a suceder. Por eso presionaron al rector de la universidad para que no se desarrollase el nuevo sistema de etiquetado hasta después de la operación mercantil. Pero al saber que Zoe, gracias al premio en metálico, podría lograr lo mismo con el etiquetado estándar…

—…decidieron eliminar la amenaza —concluyó la frase Juana—.

—¡Qué grande eres, Juana! Ahora todo encaja —dijo Robert sentándose frente al ordenador y cogiendo el teléfono, pero al ver que Juana se dirigía a la puerta, añadió—: Espera. Doy aviso y después podemos salir a cenar algo para celebrarlo. Son casi las ocho de la tarde.

—Mmm…, no sé si quiero arriesgarme. He de reconocer que te has portado muy bien últimamente, pero quizás en otra ocasión. —Se recreó.

—Vamos, Juanita, dame otra oportunidad —suplicó Robert.

Ella abrió la puerta y le sonrió, guiñándole un ojo.

—Juanita no, ¡Juana!




 

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