Te daré mis recuerdos

 

Te daré mis recuerdos 

Relato publicado en la antología benéfica Legado, en beneficio de la asociación Grandes Amigos.

Con apenas cinco años ya leía con fluidez y su curiosidad no tenía límites. Elena la llevó a algunos especialistas que le confirmaron lo que ella ya sospechaba: Sofía era superdotada. De momento en la escuela no había problema; la niña seguía el ritmo de los demás con algún que otro gesto de aburrimiento, pero no se quejaba.

Era al llegar a casa cuando le preguntaba por todo, mostrando un interés especial por la historia. Le fascinaba la historia antigua: Egipto, Grecia, Roma, China... Aún no entendía muchas de las palabras que leía, pero no le importaba; captaba lo esencial. Se sentaba en el suelo con las piernas cruzadas y un libro en el regazo, mientras con la mano izquierda jugaba con los rizos rubios de su pelo. Otras veces se tumbaba con los codos en el suelo, apoyando la cabeza entre sus manos. El problema surgió cuando un día le comentó a su madre que quería hacerle algunas preguntas a Ramsés II.

—¿Tú lo conoces, mamá? ¿Puedo hablar con él?

—No puede ser, Sofía, murió hace miles de años.

—¿Por qué murió, mamá? —Se sorprendió Sofía.

—Creo que murió de viejo, dicen que a los noventa años.

—¿Los poderosos se mueren?

Elena se dio cuenta de que la niña aún no se había enfrentado al concepto de la muerte.  Aunque tuviera altas capacidades, continuaba siendo una niña, así que procuró escoger con tiento sus palabras.

—Todas las personas llegan al final de su vida y mueren.

—¿Por qué?

—Así es la vida: todo lo que vive muere, más tarde o temprano.

—¿Tú también te morirás? —preguntó preocupada Sofía.

—A todos nos llegará la hora, pero será dentro de muchos años.

—Pero, entonces, todos estos que salen en los libros de historia, César, Alejandro, Ramsés, Gengis Kan… ¿están todos muertos?

—Sí.

—¿Todos, todos? ¿Todos los poderosos que conquistaron tanto y ganaron tantas batallas al final se murieron?

—Sí, hija, todos.

—¡Pero entonces esta es la historia de los muertos, mamá! —protestó Sofía.

Elena se sobresaltó y dejó lo que estaba haciendo. La niña tenía razón, pensó. La historia es la historia de los muertos, solo que nunca lo había considerado desde ese punto de vista. Sonrió; no era la primera vez que Sofía la sorprendía con alguna de sus afirmaciones.

—Yo quiero leer la historia de los vivos —dijo Sofía dejando a un lado el libro sobre Egipto que estaba ojeando—. ¿Dónde puedo encontrar la historia de los vivos, mamá?

Elena le explicó que la historia de los vivos se hacía día a día, que quizás mirando las noticias o leyendo sobre hechos históricos recientes podría saber de personas vivas que eran o fueron protagonistas. Pero Sofía insistía en hablar con alguna de estas personas, así que se le ocurrió que podría hablar con Juanjo, su padre, el abuelo de Sofía, que había luchado primero en la Guerra Civil y después en la resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial. El fin de semana Elena se llevó a Sofía al pueblo a ver a su abuelo. Juanjo se puso muy contento, pues las visitas de Elena y su nieta no eran tan frecuentes como a él le gustaría. Después de tomar un buen aperitivo en la cocina y de ponerse al día de las últimas novedades, fueron al salón. Juanjo se sentó en su sillón preferido y Sofía en el suelo frente a él, dispuesta a escucharle. Elena se sentó junto al hogar y tomó uno de los libros que su padre tenía en la mesita, para disimular, mientras los observaba de reojo atentamente.

Abuelo y nieta estuvieron hablando mucho rato de las guerras en las que había luchado Juanjo. Le habló sobre la batalla del Ebro, la retirada hasta la frontera, la huida a Francia por los Pirineos, la unión a la Resistencia francesa… Le contó muchas anécdotas de aquellos tiempos con cuidado de no explicarle ninguna atrocidad. También le enseñó libros de historia contemporánea y fotos en blanco y negro de la época, que guardaba como tesoros y que ella miró fascinada. Elena sonreía al ver a Sofía totalmente embelesada escuchando a su abuelo y mirando el álbum de fotos y los libros que este le mostraba.

—Y cuando tú te vayas de este mundo, ¿me podrás dejar alguno para mí?

—Claro, hijita, pero hay una cosa que solo puedo darte mientras esté en él: ¡te daré mis recuerdos! Cada vez que vengas te contaré una historia —dijo mirando de reojo a su hija, con la esperanza de verlas más a menudo—. Y los libros te los podrás quedar todos, te lo prometo. No me los podré llevar cuando muera; nadie puede hacerlo.

—Los poderosos sí pudieron. Hicieron muchas riquezas con sus guerras ganadas, lo he leído.

—Ni siquiera los poderosos pudieron llevarse sus riquezas al morir. No, nadie puede llevarse nada de este mundo: ni su patria, ni su dinero, ni su religión, ni su amor… Incluso aquello que más desearon y por lo que algunos dieron la vida, se quedó aquí cuando ellos se marcharon.

A Elena se le humedecieron los ojos al ver como una lágrima corría por la mejilla de su padre, perdido en sus recuerdos.

—Pero, entonces, ¿por qué lo hicieron?

—¿El qué, pequeña? —dijo Juanjo, quitándose las gafas y secándose la lágrima con la mano.

—Las guerras. Si luchaban para ser más poderosos y más ricos… No tiene sentido.

A Elena le fascinaba oírla hablar, escuchar sus pensamientos de niña de cinco años, adornados de vez en cuando con expresiones de adulto como «No tiene sentido».

—No, efectivamente. No tiene ningún sentido, pero así fue como vivieron.

—Pero si todos tenemos que morir y no nos podemos llevar nada, ¿para qué hemos de vivir?

Juanjo se quedó pensativo unos momentos, ante la profunda pregunta de la niña.

—No estoy seguro, Sofía, pero sospecho que todos tenemos un propósito en la vida.

—¿Qué es un propósito?

—Mmm… un motivo, una razón de vivir. A veces las personas no saben cuál es, pero creo que la vida sí lo sabe. Hay personas buenas, que viven en paz con los demás, aunque no sean ricas ni tengan poder, que se sienten realizadas como personas, en su trabajo, en su amor, en sus actos, en aquello que les gusta hacer…

Sofía se sentó en el suelo, cerró los puños debajo de su barbilla y puso una expresión de estar sumida en profundas reflexiones. De repente se levantó.

—Ya sé qué haré cuando sea mayor, abuelo. Ya sé cuál será mi propósito —dijo saltando toda contenta.

—Ah, ¿sí?

—Descubrir el propósito de la historia de los muertos. Seguro que todos tenían un propósito que no podía ser tener poder o ser muy ricos, porque todos sabían que se morirían.

Juanjo la miró sorprendido.

—Ay, Sofía… —le acarició el pelo con ternura—. Ojalá todos tuviesen un buen propósito, porque algunos hicieron mucho daño.

—Pero no sé cómo lo voy a hacer, abuelo. En la historia de los muertos no hay nadie vivo con quien hablar.

—Bueno, quizás… —dijo el abuelo—. ¿Sabes que hay árboles que viven miles de años?

—¿Miles de años? No, no lo sabía. Eso sí que es mucho tiempo, ¿verdad, mamá?

—Sí, Sofía —confirmó Elena—. Es muchísimo tiempo.

Juanjo, que era un apasionado de la naturaleza, le explicó a Sofía que en Norteamérica había un bosque de pinos que tenían entre tres y cuatro mil años, y también que había otros árboles muy antiguos por todo el mundo: olivos, cipreses, tejos, secuoyas… Todos aquellos árboles milenarios eran testigos vivos de la historia.

Sofía miraba a su abuelo con la boca abierta, sorprendida, y Juanjo y Elena sonrieron.

—¿Y tú conoces alguno de estos fantásticos árboles, abuelo?

—Pues sí —dijo Juanjo, contento—. Aquí en los bosques cercanos al pueblo hay un tejo milenario, un tejo que tiene más de dos mil años. Mira, aquí hay un reportaje de este fantástico árbol.

La niña cogió la revista que le tendía su abuelo y durante quince minutos guardó silencio, leyendo y releyendo el artículo.

—Pero aquí dice que está en un lugar secreto, abuelo.

—Tienes razón, Sofía, pero es porque no quieren que algún loco lo mate o que unos novios irresponsables lo hieran, grabando sus nombres y un corazón, y por eso decidieron ocultar su paradero.

—Pero tú sí sabes dónde está, ¿verdad, abuelo? Dime que sí, dime que lo sabes.

—No, no sé dónde está —dijo acariciándose el mentón—. Pero quizás pueda encontrar a alguien que lo sepa.

Juanjo llamó por teléfono al guarda forestal del pueblo, que escuchó con atención su petición. Por la tarde, el agente forestal fue a recogerlos con un todoterreno y se adentraron en el bosque por una pista hasta llegar a un pequeño claro. Elena y Juanjo tuvieron que esperar allí casi una hora, mientras el agente llevaba a Sofía cogida de la mano hasta donde estaba el milenario tejo.

Ni su madre ni su abuelo supieron nunca qué pasó allí; si la niña le habló al árbol o si este le susurró algo al oído. El guarda forestal solo les dijo que Sofía lo abrazó varias veces, como se abraza a un ser querido, y ella solo les dijo que el árbol era muy sabio.

***

Veinticinco años más tarde Elena estaba en la presentación del libro de Sofía: Te daré mis recuerdos. Emocionada y orgullosa, escuchaba a su hija hablar con pasión de su obra, en la que relataba los recuerdos de personas de diferentes pueblos y culturas. Pasajes que pronto serían olvidados o corrían peligro de serlo, por no ser lo suficientemente importantes para ocupar las páginas de los clásicos libros de historia: el relato que a lo largo de los años construyó, escuchando las historias que le contaba su abuelo; la vida de una familia de la tribu de los paiute, pueblo indio americano que vivió en la zona de los bosques de pinos longevos, algunos con más de cuatro mil años de antigüedad; vivencias de los huilliches, comunidad mapuche de las regiones de los ríos y los lagos de Chile, donde crecen los alerces milenarios; la historia de los zabbaleen, vinculada a los viejos sicomoros egipcios, comunidad copta de El Cairo formada por los descendientes directos de los constructores de las pirámides y, actualmente, considerados los mayores recicladores del mundo, y la historia de muchas otras personas y comunidades que conoció a lo largo de sus viajes como corresponsal de prensa. Sofía aludía en el prólogo al día en que su madre y su abuelo la llevaron a ver el tejo milenario, el árbol más viejo de los bosques cercanos a su pueblo. Comprendió, años más tarde, que aquel día marcó el sentido de su vida, que no sería descubrir el propósito de la historia de los muertos poderosos, sino recoger y compartir la memoria de los vivos.

Con la excusa de visitar lugares donde había árboles milenarios, pudo entrar en contacto con numerosos pueblos nativos y recuperar historias que pasaban de generación en generación, hablando con personas mayores que atesoraban recuerdos de sucesos locales y anécdotas que se perdían en el tiempo.

Tras la presentación, se formó la tradicional cola para las dedicatorias de los ejemplares adquiridos por los ávidos lectores. Elena no le había dicho a su hija que iría al acto, pues quería darle una buena sorpresa. Y así fue. Al cabo de una media hora de firmas y dedicatorias, Sofía se sorprendió al levantar la vista y ver a su madre.

—Mamá, qué alegría verte.

—¡Me ha encantado el libro! Todas esas historias que nos muestras de tantas personas y culturas diferentes. Y sobre todo lo que cuentas de tu abuelo. Lástima que él no esté aquí para verlo… y también para regañarle: sabía cosas de nuestro pueblo que nunca me contó.

—¡Gracias, mamá! Seguro que nos está viendo desde allí donde esté.

—Aunque hay algo que no entiendo. Ya sé que has dicho que hablaste con personas muy ancianas de todas esas culturas que comentas en el libro, pero algunas de las cosas que narras difícilmente se podían saber con tanto detalle. Parecen cuentos que has elaborado a partir de la información que te han dado esas personas, como si fuera una antología de relatos. ¿He acertado? —dijo guiñándole un ojo.

Sofía se levantó y abrazó cariñosamente a su madre, cerrando los ojos.

Tras unos intensos segundos que a Elena le parecieron horas, madre e hija se separaron lentamente y se cogieron de las manos.

—¡Dios mío! —exclamó Elena al comprenderlo todo.



No hay comentarios:

Publicar un comentario